Terapia

Nunca pudo imaginar que esto le pasara a él, pero lo cierto es que se encontraba en un país extraño, con una mujer que no hablaba su idioma y lo único que sabía es que ella moriría si  dejaba de contarle historias.



Al principio le pareció simplemente algo absurdo, irreal y desde luego falso, pero empezó a comprobar que cada vez que dejaba de hablarle, su salud empeoraba, el color de su piel, ligeramente morena cuando oía su voz, iba palideciendo hasta mostrar claramente todas las venas violáceas. Empezó contando cuentos infantiles que recordaba, Pedro y el Lobo, Caperucita, después le narró su vida, su infancia desenvuelta y feliz, sus primeros amores, el trabajo, la frustración; ella cada vez que comenzaba una historia abría sus ojos y sonreía y si la historia era larga su respiración se volvía calmada y apenas ruidosa. Poco a poco tuvo que empezar a inventar historias y lo que había empezado casi como una condena, ejercer de curandero con las palabras, se tornó un ejercicio liberador, y cada palabra que derramaba sobre ella se le volvía salutífera a él. En la aldea le llamaron el hombre que habla y con el tiempo aceptó su situación olvidándose de todo lo que su vida había sido hasta el momento en el que se perdió entre aquellas montañas. Ainna le empezó a coger la mano una noche mientras le relataba una supuesta aventura en el polo de un puñado de aventureros y en la sonrisa que le dedicó, él quiso ver todo el agradecimiento que alguien puede dispensar a quien el mantiene vivo; aquella historia fue tan larga, tan intensa, tan bien trabada que por un momento soñó que fuera la historia que terminará de curar definitivamente a su paciente. Luego empezó a sentir la angustia de no poder seguir inventado, de que las palabras no vinieran a su cabeza con el orden adecuado, que no tuvieran sentido o que simplemente perdieran fuerza al ser lanzadas al viento y cada vez que se acercaba al lecho de Ainna sin saber con qué palabra empezaría, el estómago se le cerraba y la boca se quedaba seca; mientras hablaba y recorría los mundos irreales del amor, la intriga, la descripción de los paisajes y de las personas, la disección de los sentimientos que hubiera tenido y aquello que solo imaginaba por lo que había leído o visto en las películas; pensaba en si había un número infinito de combinaciones posibles o todo lo que se podía decir estaba previsto; pensaba si decir amor era más saludable que decir odio, o realmente esto no era importante sino como se utilizaran las palabras, dudaba si las historias debían tener un final feliz o lo único importante era la tensión con la que se desarrollaban los acontecimientos.



Fueron años de historias y de palabras y Annia sobrevivió.