Capítulo I Román Lahoz Goiko

El oficio de guardar secretos es corrosivo. En contra de la primera imagen que nos asalta, la de esa persona que se esconde para saber y corre para contar, los espías pasan gran parte de su vida ocultando información sin poder compartirla con nadie. A veces por su seguridad, a veces por lealtad, algunas por supervivencia. Román llevaba unas cuantas decenas de años atesorando información altamente inflamable sin ninguna posibilidad de compartirla, pero sólo un secreto estaba a punto de acabar con él, de destruirle, Román guardaba un secreto inconfesable, incontable, que estaba consumiéndole como si de un incendio de turba se tratase, desde dentro, mientras todo desde el exterior parecía normal e incluso mejor de lo normal. Esta es la historia de nuestros secretos y Román es sólo un ejemplo curioso de como lo que eres capaz de hacer bien para tu trabajo, puede no valer de nada para tu vida. He tenido que cambiar nombres, datos, fechas y lugares y por supuesto ni yo soy quien dice ser, ni Román es tal, pero ciertas rencillas con algunos colegas del otro bando no me permiten más claridad que la que se puede sacar de entre las líneas, de los espacios que dejan las palabras para que en ellas habiten las intenciones, los gestos que no se explican para que así no nos delaten. Lo contrario sería suicida y créeme nadie quiere morir y menos los que hemos sido funámbulos en el alambre de la muerte. Conocí a Román cuando los dos éramos unos chiquillos de barrio en aquellos barrios que Madrid iba pariendo al abrigo de las olas migrantes que venían de Extremadura, Andalucía o el resto de la meseta castellana. Crecimos en medio de bloques recién construidos, jardines que apuntaban maneras, obras y la sensación de que la ciudad estaba lejos, tan lejos como la distancia renqueante que recorría la camioneta que cada hora acercaba a nuestras madres a cualquier sitio donde vendieran algo, pues los promotores de la época tan sólo pensaron en donde deberían vivir los trabajadores de la creciente economía patria. Pocos coches, casi ninguno, mucho terreno y una dosis de libertad que contrastaba con la política del régimen, hicieron de nosotros y de muchos de nuestros compañeros de juegos, personas con tendencia a no atarnos demasiado, no digo revolucionarios que aunque alguno hubo, no fue lo más común, pero si dotados de una cierta libertad de espíritu que ayudó a muchos a vivir sin todos los nudos que la vida te pone y a nosotros dos a escoger una profesión que terminaría llevándonos al otro lado de la ley o como le gustaba decir al teniente Zamora, a vivir infiltrados en las líneas enemigas para que los nuestros durmiesen sin miedo. Después de muchos años y de haber acabado con la vida de más de una persona, no tengo claro dónde está la línea, Román si lo sabía y me lo recordaba de vez en cuando, «esto está mal, Miguel, esto está mal», pero su sentido prusiano del deber le permitía no poner reparos incluso a lo que sentía como inmoral.